Interrupciones

o contraluz, o palimpsestos desgarrando las cuerdas del tiempo

 

Todo comienza por una interrupción.

(Paul Valéry)

 

Me veo en la cama de un hospital. Estoy saliendo de un letargo con un grito ahogado desde mi incapacidad, el terrible empuje de una voluntad quebrada. Creo que hubo un accidente, un auto alemán, un airbag u otra cosa explota justo frente a mí. Yo no estaba ahí, o no quería estar. Algo hizo explosión y ya no recuerdo más. La mandíbula me duele, los músculos del rostro me pican. No puedo moverme. El universo nace de nuevo dentro de mí, como luces de neón, se expande por mi sistema nervioso. Todo alrededor me resulta conocido, aunque nunca antes lo había visto. Desaparezco lentamente. Me fundo en el blanco desenfocado de la habitación. Estoy en un tren, en el asiento cuarenta y nueve. Tengo en las manos mi libro favorito. “Ahora es siempre el mismo”, leo. Sigo las palabras con los ojos como si quisieran escaparse, cada letra, cada espacio en blanco dicta cada paso de mi vida. Tengo frío desde los huesos hacia fuera. Mi pecho parece hecho de concreto, siento que estoy pegado al asiento, como una extensión de mi torso, pienso. El tren se detiene y no entiendo por qué. Escucho explosiones a lo lejos, las descargas de sonido suenan cada vez más cerca. El mismo mensaje, escenarios diferentes. Una alarma antibombardeo. Salto del asiento como un ataque de pánico, salgo de la estación, las columnas, las paredes, las puertas y ventanas, todo está cubierto por enredaderas y sauces marchitos. Escucho gritos, pero no hay nadie alrededor. Me escondo en el bosque. No sabía que había un bosque por aquí. Acaso me imaginé el trayecto de un lugar al otro, no sé cuál de los dos es real, tal vez ninguno. Trato de recuperar el control de mi cuerpo, dejar de temblar. Pasa siempre. Se sabe perdido algo solamente cuando se empieza a buscarlo. La luz solo puede entrar por primera vez donde antes no hubo nada. Todo resulta impreciso, abstracto. Me recuesto. No quiero cerrar los ojos, quiero sentirme yo de vuelta. El cielo parece no tener fin, el aire está infectado, una niebla casi imperceptible pero espesa, hongos nebulosos esparcidos por todos lados. No hay día, ni noche; imposible adivinar. Una brisa constante trae consigo una escarcha húmeda que no alcanza a mojar. Aparezco otra vez en un sótano, sentado frente a un piano. Es mi piano. Deslizo mis dedos por las teclas, se siente correcto. Los demás están tocando sus instrumentos, me hacen señas. Sé que los conozco, pero nunca los vi antes. Empiezo a tocar, golpeo las teclas con fuerza, y comienzo a murmurar una melodía. La mandíbula ya no duele, pero la flacidez de mi rostro está ahí, siempre recordándome que donde sea que esté los demás saben que no pertenezco a ese lugar. El murmullo de la melodía empieza a tomar forma, las palabras salen: “Está bien, está bien”. Todo fluye, las pulsiones del bombo, la melodía densa y constante del bajo, los sonidos cortantes de la guitarra. Me disuelvo entre las notas de la melodía. Abro los ojos. Avanzo por el bosque, los senderos serpentean marañas de rosales, una armoniosa continuidad de colores vivos y resplandecientes. Mi carne y mis nervios se confunden con las sombras de los árboles. Quizás, más allá de los senderos, si hay algo, acaso sea el fin de todo lo que existe. Sería reconfortante. El cielo está cubierto por una opacidad traslúcida, como si anticipara una lluvia que nunca va a caer. Me detengo. Hay una pequeña, lejos, más allá de los árboles, en un rellano. Su presencia no parece casual ni confusa; el intruso, en realidad, soy yo. La miro a través de los ojos del autor de la gravedad del arcoíris. Me siento exiliado de este mismo lugar, y ya es tarde, siempre es tarde. Ella no se percata de mí, está muy lejos. Ni yo puedo percatarme de mí mismo. Tiene una figura escuálida y solemne, sustrae la atención de cualquier otra cosa. Lleva puestas en los pies unas pequeñas medias rayadas de muchos colores, pero no tiene calzado. Una pollera corta y floreada le cubre hasta la mitad de los muslos; arriba, una remera color crema algo verdoso ajustada a su lánguida figura infantil. Recuerdo una chica parecida a ella, que me dejó en seco. Detesto esas palabras. Presiento que llevo bastante tiempo en el hospital, en esa habitación blanca. Tengo un año y medio, pero estoy plenamente consciente de que estoy ahí, del universo respirando en mis entrañas. No recuerdo a mi madre, no sé su rostro. Tengo un libro sobre animales en mis manos que me regaló mi abuela. Las palabras son otras sin embargo. Habla del milagro de la invasión de un mundo por otro. Lo entiendo. Me distrae de examinar todos los tubos y cables que me rodean. La trayectoria de mis sueños pasa por ellos, por el líquido amniótico que fluye en su interior. Miro hacia la ventana. En el aséptico parque del hospital, allí está la pequeña de vuelta. Mientras se sienta en uno de los juegos, con las piernas cruzadas hacia sus costados, se hace un rodete con su pelo largo y abundante, castaño claro. Se mueve con soltura. Saca del bolsillo de su pollera, un pequeño cuaderno, sin tapa ni reverso. Es un objeto raro. Ella da vuelta las páginas al azar, una y otra vez, obsesiva, incansable. Hay algo inquietante en toda obstinación y hay un sentido en ese comportamiento errante. Saca una pluma del mismo bolsillo de su pollera y comienza a hacer anotaciones en la última de las páginas y, desde esta, hacia atrás. Su piel tiene manchas, o lunares, pero así como los veo desaparecen, y vuelven a aparecer, como siluetas difusas, en sus piernas, en sus brazos, en su rostro. Todas esas figuraciones, por momentos irregulares, inconstantes, parecen tener vida propia. Ella no les presta atención, o no sabe que están ahí. Siento frío y sueño de repente, aturdimiento también. Quiero salir volando por el techo y correr, pero no hay nada que hacer. Despierto en mi casa, solo, mi esposa se fue hace un rato. Me miro las manos. Mi cuerpo no se siente mío, pero soy yo, esta es mi casa, lo sé. Soy uno con todo y no soy nada. Todo se vuelve borroso. Puedo, sin embargo, presentir la forma de mi mano frente a mis ojos, y de a poco todo el resto de las cosas va tomando forma. Me concentro para hacer foco. Todo parece estar en el lugar correcto. Como es natural, en la vida como en los sueños, todo continuaba prácticamente igual, aunque en realidad no. Y como es natural, también en la vida como en los sueños, todo estaba en el lugar en el que debía estar. Adivino que estoy en Wellingborough, sobre la calle Oxford. Mi destino me protege del mundo. Voy al baño y me miro al espejo. Allí está la mitad dormida de mi rostro, aunque no estoy seguro de que sea realmente mi rostro. Hay una melodía en mi cabeza que no puedo olvidar, las notas ondulan de manera hipnótica. Hay palabras: “Habrá algo que falte, siempre”, dice una voz en mi cabeza. La melodía me adentra en un trance, desaparezco otra vez. Avanzo lentamente, cauteloso, por el verde del lugar. No sé dónde estoy, pero ya estuve aquí antes. Ese murmullo suave y sereno de la brisa penetra mis huesos de nuevo. Una sensación de ingravidez me arrebata. Me deshago entre el aire, el pasto, los árboles, las lágrimas de los sauces y todo alrededor. Hay un lago al final de uno de los senderos, chicos jugando y molestándose, formando círculos. Se mueven como pollos sin cabeza. La escena parece lisérgica. Tengo el presentimiento de que algo terrible va a pasar desde el fondo del lago. En el centro de uno de los círculos está ella, la pequeña de la falda floreada y medias blancas sin zapatos. Uno de los chicos le quita su cuaderno y se lo van pasando unos a otros mientras ella intenta atraparlo. Las manchas, caprichosas, con sus indescifrables e intermitentes formas, están ahí, en toda su piel, en todo su cuerpo. Aparecen, de repente, desaparecen, de igual manera, y vuelven a aparecer, distintas ficciones, en otro punto o en el mismo, más chicas, más grandes. Un horror ya naturalizado. Su piel está como velada, borrosa. Cada vez más vivas, las manchas, las figuras que estas forman, comienzan a manifestarse en su rostro. Los chicos callan por un momento, extrañados. Intentan tocarla, leer con sus dedos ese espanto. Ella no parece entender, no se da cuenta. Trata de quitarse algo del rostro que no sabe qué es. Las manchas se alborotan más. El miedo de ellos se transfigura en una burla despiadada. Me despierto otra vez en mi casa. La melodía sigue en mi cabeza. Siento que estuve dormido casi todo el día. Tengo hambre, mucha. Pero más que nada, sueño. Mi esposa no está otra vez. Salgo a la calle. Definitivamente no estoy en Londres. Alguien me grita y me choca al pasar. Me doy vuelta. Me escupe y me golpea en la cara. Sale corriendo. Esta escena me parece haberla leído en el libro que estaba leyendo. Deliberadamente no hice nada. Momentos después, un auto casi me pasa por encima mientras cruzo la calle. Ese es el auto alemán que recuerdo. Explosiones, política, todo simboliza lo mismo. Las filas de casas se derraman sobre mí. Las maquinarias se comunican a través de las personas. Las calles están sucias, llenas de huevos rotos y pájaros muertos. Ahí está el sonido de la alarma antibombardeo, vuelve, toma fuerza, se hace constante, insoportable. Todas las cosas van tomando su posición para tragarme. El mundo se cae de su lugar. El vértigo me hace cerrar los ojos. Vuelvo a aparecer en la cama de un hospital. Vuelvo lentamente en mí. Me miro las manos. Tienen arrugas. Leo mi rostro con mis dedos y está repleto de cicatrices. La mandíbula me duele, más todavía, los músculos del rostro me pican. No quiero moverme. Es otra noche cualquiera. Siento otra vez al universo expandirse dentro de mí, o retraerse quizás. Soy el único testigo de ese milagro. Todavía tengo ese libro de animales que me regaló mi abuela. La habitación también es la misma, aunque todo se siente diferente. Trato de recordar el rostro de mi madre, pero me es imposible. Miro por la ventana. La pequeña no está, pero hay un chico. Pareciera ser yo. Tengo el mismo cuaderno entre mis manos, y lo paso frenéticamente, una y otra vez, y hago anotaciones de atrás para adelante. Si me mirara al espejo ahora, ¿me reconocería a mí mismo? Quiero llamar a los doctores, advertirles que ese chico está solo allí abajo, en el parque, verde, solo. Soy un accidente esperando suceder. Escucho las garras de un lobo rascando la puerta de la habitación. Dentro de sus entrañas, hay alguien gritando. La voz se escucha como si estuviera debajo del agua. “Deberías haber sido vos”, me dice. El hedor del lobo entra en la habitación y su presencia se apodera de mí con paciencia. No va a entrar, pero no va a dejarme salir tampoco. Cierro los ojos, desaparezco una vez más, y vuelvo a abrirlos. Estoy recostado en un rellano, cerca de una estación de tren. Escucho el ruido de los motores y explosiones. El cielo está completamente oscuro, da una sensación de desconcierto, perturbación. Ya no más, pienso. Impregna el aire una lóbrega pesadez. Me siento más yo, más en ese lugar, ocupando un lugar allí y, sin embargo, más ajeno a todo aquello también. Una mujer descansa a mi lado, desnuda. Su pelo largo y abundante, castaño claro, se confunde con el pasto amarillento. La conozco. Las manchas, todas esas indescifrables ficciones, siguen ahí, en toda su piel, vivas, latiendo, agitándose. Tiene un bebé entre sus brazos. Ya no hay cuaderno. “Las decisiones emergen del caos”. Puedo verme a mí mismo junto a ella. Los sauces están crecidos y no dejan de llorar. Los rosales ya no tienen flores. Cae una llovizna pesada. Resulta difícil ver algo a la distancia. El bebé comienza a llorar y ella se despierta, lo mece con ternura, pero la criatura no consigue calmarse y continúa su llanto. Ella trata de acercar la boca del bebé a uno de sus pechos, pero no hay nada adentro de ella, y lo sabe. El chiquito pone el pezón entero en su boca y lo muerde. A ella le duele, muchísimo, pero no lo rechaza. Las manchas, oscilantes, se concentran en ese pecho. Entonces, el bebé aparta la boca del pezón, tose y escupe sangre. Después, pausadamente, deja de toser y, un momento más tarde, también deja de respirar. Ella llora y gime. Envuelve a la criatura con sus brazos y se recuesta una vez más. Me arrastro hacia donde está ella y pego mi cuerpo al suyo. Dibujo unas caricias sobre su brazo con mis dedos, siguiendo las manchas. Se sobresalta, asustada, como si recién se diera cuenta de que yo estoy allí. La sujeto desde atrás, la abrazo y froto sus brazos con mis manos. La pequeña, la mujer, detiene su mirada en mis manos y las toma en las suyas. Están repletas de figuras y garabatos como los que ella tiene, apareciendo y desapareciendo, convulsionados. Se da vuelta y fija sus ojos en los míos. Alza su mano izquierda hasta mi rostro y, con sus dedos, iguala mis párpados. Solamente entonces vuelvo a ser consciente de ese dolor que nunca me deja, la picazón en los pómulos y en los ojos, las puntadas en mi mandíbula. Con su otra mano, hunde sus dedos en mi mejilla y me sonríe. Después, observa sus propios brazos y manos. No dice una palabra, pero creo que puedo intuir sus pensamientos. Por primera vez, nota las manchas que afloran y laten en su piel, en todas las partes de su cuerpo. No está asustada, no. Las sigue con sus dedos, como jugando, como lo hice yo antes. Tal vez piensa que puede lavarlas. Se levanta, camina hacia el lago, profundo a causa del aguacero, y se mete dentro hasta desaparecer por completo. El bebé sigue allí, a mi lado. Me recuesto en el pasto, lo envuelvo con mi cuerpo y espero a que la oscuridad me trague. Aparezco en el escenario con mis amigos, bailo, no sé cómo, el empuje del sonido mueve mi cuerpo. Hay miles de personas frente a mí. Ya no siento la flacidez en mi rostro, pero sé que está allí, siempre. El primer golpe del redoblante hace surgir las palabras desde dentro de mis entrañas: “Va a ir al infierno…”. Yo sé esto; me sale naturalmente. “… por lo que tu sucia cabeza está pensando”. Recuerdo las palabras del libro mientras tanto: “No recordar nuestros pecados en otras vidas, no nos libera de hacer penitencia por ellos”. Y allí está. Esa melodía hipnótica. Todo la gente la canta conmigo. Es precioso. Siento la explosión de las estrellas haciéndome cosquillas en las células, y nadie puede verlo. Aplauden. Ahora quiero desaparecer, no volver a sentir mi rostro. No escuchar más las entrañas del lobo. No ver a la pequeña hundirse en el lago. Es posible que esta vez el airbag no reviente. Nuestra próxima guerra será contra nosotros mismos. Quiero ser nada más que una melodía sin cuerpo ni deseos, solamente un pensamiento unívoco en el universo, ese que se expande y se contrae dentro de mí constantemente. Quiero desaparecer, no estoy aquí, no completamente. Abro los ojos. Estoy en el vagón de un tren que va hacia York. No hay más alarmas antibombardeos. El día es claro y despejado. Un rayo de sol se mete en mis ojos. Me restriego la cara. No hay dolor, no hay cicatrices, no hay entumecimiento. Estoy yendo a casa, creo. Tengo todavía dentro de mi cabeza aquella melodía que escuché en mis sueños, en otra vida, antes o después. No lo sé. Intento cantarla, pero me es imposible. Por la ventana, veo un rellano, árido, descolorido. En el centro, hay un hueco, donde pareciera que antes hubo un lago. La tierra está cuajada a su alrededor. Me sonrío. No siento dolor, ni agujas, ni picazón. No quiero cerrar los ojos nunca más. Sumergir mi alma y no volver a salir a la superficie. “No, no te hagas ideas”, pienso. Mientras el motor del tren lentamente adormece mis párpados, comienzo a murmurar la melodía, el sonido rebota en todas las paredes de mi cuerpo, y siento los músculos de mi rostro agarrotarse. “No te hagas grandes ideas”. Nada grandioso va a suceder.

 

 

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