Epílogo: sobre el ser de lo que escribimos

El arte nos otorga la posibilidad de exteriorizar, a través de las creaciones propias, nuestros más secretos estados anímicos, nuestras percepciones de la realidad. Algunos de estos muchas veces son ignorados hasta por nosotros mismos. El fantaseo del arte son distorsiones de nuestro mecanismo psíquico, distorsiones que pueden llegar a conmovernos o conmover a otros sin saber realmente por qué.

El filósofo y ensayista Georges Bataille describe que el espíritu de lo poético, de la literatura, se concibe con la idea de un cambio incesante, para así evitar la propia muerte: volverse otro y no permanecer idéntico a sí mismo. Es decir, el “ser” del arte es esa condición de cambiar. Desde este punto de vista, podríamos considerar la literatura como un juego de roles que, en un principio, satisface y exalta a quien escribe; luego, dependerá del talento y de la habilidad del escritor que este goce pueda ser transmitido más allá de sí mismo, a los eventuales lectores y de los años.

Asimismo, se podría decir que nuestros procesos creativos son transfiguraciones de lo que, día a día, a lo largo de nuestra vida, nos acontece, nos preocupa o nos estimula: lo que provoca y conmueve nuestro espíritu. De algún modo, entonces, el arte tiene la intención de hacer “transparente” el mundo, nuestro mundo; mundo en el que habitan tanto nuestros deseos como nuestros miedos. Pero esta tarea es solamente posible a través del propio lenguaje. Nuestros pensamientos, mediante símbolos, expresan expectaciones, propósitos o reflexiones; dichos símbolos nos resultan reconocibles muchas veces, en cierta medida, mientras que muchas otras veces, no. El significado de las alteraciones de los sentimientos y estados anímicos de nuestro espíritu, en ocasiones, permanece oculto hasta para nosotros mismos. Freud llama a estos procesos “sublimación”. Nos sucede cuando soñamos, cuando fantaseamos, y sucede también cuando nos expresamos artísticamente. 

A través de nuestros personajes y de los escenarios en los que los ubicamos, damos cuenta de aquello que profundamente nos inquieta: nuestras ansias, nuestros deseos, lo que nos sorprende o nos perturba de los otros, de nosotros mismos. Todo esto se pone en juego y es, efectivamente, un juego.

En otras palabras, estas representaciones de nuestro inconsciente, nuestros procesos creativos en sí mismos, son una suerte de continuación o sustitución de nuestras fantasías, de nuestros juegos infantiles, provocados por emociones intensas y reales, deseos propios que ven realizados solamente allí, en nuestro imaginario y en la obra de arte en sí misma. En una conferencia, en Viena, el 6 de diciembre de 1907, Freud afirmó: “El poeta atempera el carácter del sueño diurno egoísta mediante variaciones y encubrimientos y nos soborna por medio de una ganancia de placer puramente formal, es decir, estética, que él nos brinda en la figuración de sus fantasías. A esa ganancia de placer que se nos ofrece para posibilitar con ella el desprendimiento de un placer mayor, proveniente de fuentes psíquicas situadas a mayor profundidad, la llamamos prima de incentivación o placer previo. Todo placer estético que el poeta nos procura conlleva el carácter de ese placer previo, y el goce genuino de la obra poética proviene de la liberación de tensiones en el interior de nuestra alma. Acaso contribuya en no menor medida a este resultado que el poeta nos habilite para gozar, sin remordimiento ni vergüenza algunos, de las propias fantasías”.

 

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Es así como, con este contario titulado Los árboles torcidos me propuse introducir al lector en un juego de enigmas. Considero al primero de los cuentos una suerte de entrada a un laberinto del que tal vez haya una salida, o tal vez no. Esta maraña de situaciones en las que se verá envuelto el lector presenta algunas reflexiones sobre distintos aspectos de la naturaleza humana, aspectos con los que quizás pueda sentirse por momentos horrorizado, por otros quizás identificado, o (por qué no) ambas sensaciones al mismo tiempo. Bataille antes expresó también esta idea: “Cuando el horror se ofrece a la transfiguración de un arte auténtico, lo que está en juego es un placer, un placer fuerte, pero placer al fin”.

Una suma de elementos en común vincula estas narraciones. A lo largo de todas las historias, aparecen elementos fantásticos y esotéricos, que sobrevuelan en un clima de tensión que nunca acaba por resolverse. Se me ocurre, quizás, que está relacionado a los relatos que se esconden detrás de las narraciones y de los escenarios que presentan. Es decir, las diferentes proyecciones sobre temas como el amor, los sueños, la muerte y otras cuestiones filosóficas son, de hecho, cuestiones sobre las que no existe una verdad absoluta: son ensayos sobre certezas relativas. 

Cada uno de los cuentos aquí reunidos se encuentra cargado también de elementos de erotismo. Según Freud, nuestras fuerzas instintivas sexuales, al menos una parte considerable de estas, las derivamos hacia nuestras actividades cotidianas: “El instinto sexual es particularmente apropiado para suministrar estas aportaciones, pues resulta susceptible de sublimación, puede sustituir un fin próximo por otros desprovistos de todo carácter sexual y eventualmente más valiosos”. Estas permiten asegurar lo que con la lectura se evidencia. La mayor parte de la energía psíquica que transferimos a una obra de arte proviene principalmente de la sublimación de toda nuestra energía sexual; es decir, la desviación de nuestros objetos de deseo directos es así lograda mediante lo que son nuestros procesos creativos. 

En definitiva, todos los cuentos se relacionan entre sí a través de diferentes situaciones extremas que ponen a prueba el espíritu. A todos los une el horror, el espanto, tanto de una situación que acorrala a los personajes así como las reacciones de estos frente a los hechos que les acontecen. Sin embargo, en un tono anecdótico, aunque oportuno, cabe destacar también que todas las historias discurren por el sendero de los sueños, y surgieron de estos. Según lo que manifiesta el padre del psicoanálisis, los sueños son un deseo del sujeto que el fenómeno onírico le presenta cumplido, tal vez también sea una expectación, un propósito o una reflexión. Sobre la base de diferentes hechos y preocupaciones que tenía en ese período y de otros factores externos que afectaban mi vida diaria, decidí aventurarme a relacionar todas estas cosas que actuaban sobre mis estados anímicos inconscientes, como una forma de divertimento, fantaseando lo que podría pasar si estas se volvieran realidades, y dándoles también un significado, algunas veces casual, otras veces causal.

 

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A lo largo del proceso de escritura de cada uno de los cuentos, su idea y concepción fue transformándose poco a poco, merced de algunos hechos que se iban desencadenando a mi alrededor. En un principio, tuve la intención de escribir algunas ficciones sobre diferentes personalidades importantes de la música, en su mayoría, del período clásico. Desde chico, estuve vinculado a ella, por lo que no me presentaría mayores dificultades representarlos. No es que un escritor tenga que estar forzosamente vinculado a los personajes y hechos que describe para que sus palabras conmuevan, pero sí creo que debe tener la capacidad de ver y reconocer su propio inconsciente y el de sus personajes, de ponerse en su lugar y de crear en su propia fantasía imágenes que parezcan verosímiles.

De este modo, surgieron: una narración fantástica basada en una de las composiciones más bellas de la historia de la música, la Sonata para piano N.º 20, de Wolfgang A. Mozart, titulada con un nombre de mujer que no parece guardar relación alguna con el compositor; un soliloquio casi enfermizo que indaga sobre lo que llevó a quien supo tener prácticamente el mundo a sus pies en el siglo XX, al deterioro físico y mental que le tocó padecer; y un juego de abstracciones y ensoñaciones propuesto a partir del desmenuzamiento de la poesía de una extraña aunque hermosa, mágica canción de un aún más extraño protagonista de la música popular contemporánea.

Considero pertinente hacer alguna reflexión sobre esto último, sobre el cuento titulado nada menos que “Interrupción”. Los escenarios, imaginarios o no, que se describen en este son oscilaciones entre sueños diurnos y realidades paralelas sobre el trasfondo de una melodía que desgarra, como bien dice su título, las cuerdas del tiempo. Las palabras finales del cuento son una paráfrasis de los primeros versos de la canción “Nude” del grupo británico Radiohead, escritos por su cantante Thom Yorke, de quien tomé su imagen para darle forma al protagonista; un protagonista que se encuentra perdido entre dos mundos o más, sin saber cuál es real. La vida anímica a veces nos obliga a renunciar a un placer conocido. No hay nada más difícil y, de hecho, no podemos hacerlo. Nos limitamos a permutar una cosa por otra; lo que parece ser una renuncia es en realidad una formación de un sustituto o subrogado. Lo que los versos mencionados reflejan es la idea medular del cuento: a quienes solemos dejarnos llevar por nuestras ensoñaciones, muchas veces nos resulta más satisfactoria la propia fantasía que la realización de esta.

Dice Freud que la vida anímica posee mucha menos libertad y arbitrariedad de lo que suponemos, y quizás carezca de estas en absoluto: “Lo que en el mundo exterior nos hallamos acostumbrados a calificar de casualidad demuestra luego hallarse compuesto de múltiples leyes, y también lo que en el mundo psíquico denominamos arbitrariedad, reposa sobre estrictas normas que, por ahora, nada más oscuramente sospechamos”. No obstante, estimo que la diferencia entre casualidad y causalidad es como mucho subjetiva: es un orden que intentamos ponerle a un mundo que no lo tiene, dándole un significado a la proximidad que existe entre dos o más eventos. Pese a esto, me propuse jugar con la idea de causalidad.

De este modo, el cuento titulado “El viejo” se centra en la relación entre dos hombres que se encuentran íntimamente relacionados más allá de su amistad; dos grandes amigos que poco y nada sabían el uno del otro, y tal vez así hubiera sido mejor. Este es, sin dudas, el elemento común cardinal, por sobre todos los elementos antes mencionados, que unifica a todos los cuentos: el silencio o, más bien, la inopia del lenguaje. El compositor de “Elvira”, acechado por una mancha que está nada más que en su cabeza, sueña unas palabras en un idioma que no puede o no sabe reproducir; ante esto, lo que hace entonces es traducirlas a su propio lenguaje, el lenguaje musical. En “Los árboles torcidos”, el protagonista no puede expresarle su deseo a la persona amada, esa persona que es su único vínculo con el mundo real. “Decay” —o “Devenir”— es un monólogo interno de un hombre desesperado, rendido ante su desconexión física y emocional del resto de las personas; las palabras no le faltan al protagonista, sino que le sobran, pero nadie quiere oírlas y él, a su vez, desearía que no hiciera falta tener que decirlas. Es esa la imposibilidad del lenguaje, eso que sucede cuando este cae en esos abismos donde ya no puede accionar, y yerra, se enreda (y nos aprisiona inevitablemente) y quiere nombrar lo que sabe incapaz de hacerlo.

 

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Dicho esto, debo aclarar que no es de lo más conveniente confiar en el análisis presentado ya que las interpretaciones o comentarios conscientes y razonables que alguien ofrece acerca de su propia obra deben ser considerados como racionalización a posteriori, un autoengaño, una justificación ante el propio intelecto o un ocultamiento. Son simplemente hipótesis, conjeturas. Es sabido que toda interpretación es en definitiva nada más que un malentendido.

 

 

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