Donde nacen las penas

Los versos que dan origen a esta historia, a esta recuperación de la memoria de un hombre, de uno u otro, o tal vez de ninguno, fueron escritos hace casi setenta años. En la provincia de Buenos Aires, cerca de Pergamino, un hombre que tomó para sí el nombre de guerra quechua, guitarrero, poeta, pobre, de noche soñaba con las partituras de Bach y de Liszt, pero de día sus dedos y su corazón se iban por la música de las llanuras, donde se dice que nacen las penas. Este guitarrero supo un día contarle a su amigo, a mí, un extraño sueño que había tenido. De esas figuras del desconcierto de los pensamientos, surgieron las palabras, con su musicalidad. Después de un largo tiempo, ese rumor de poesía y de ensueño llegaría a mi amigo, y a mí también.

El hombre decía haberse visto perdido en el paraíso, o lo que él creía que lucía como el paraíso. Podría haber sido el primer hombre o cualquier otro, y hubiera sido lo mismo. Tuvo la visión de una alta y gigantesca catarata. Después, esa catarata se transformó en apenas una gotera, que caía con insistencia sobre su pecho, a cielo abierto, con el cuerpo tendido sobre un suelo de rocas y yuyos. Una gota tras otra, pausadamente, constante, por horas y horas. Nada podía hacer, se encontraba paralizado. Sentía que las gotas atravesaban su cuerpo, como una barra sólida de hierro; su pecho estaba vacío. No había corazón, ni alma, ni dolor, nada más que miedo, y un abismo que creyó que se lo tragaría. Entonces, se encontró a sí mismo en las llanuras pampeanas, parado en el medio de la nada. Por un momento, pensó que estaba dentro de un infinito reloj de arena, y se preguntó en cuál de los dos extremos estaría, o si habría alguna diferencia. Escuchó el rumor del galope de una manada de caballos, viniendo hacia él, y volvió el miedo, un miedo torpe, insensato, pero tan inevitable como la embestida. Pudo oler la furia con la que se venían sobre él antes de verlos, y cuando los vio sintió en su boca esa aspereza en la garganta, en el pecho esa opresión que provoca la impotencia. Y cuando ya los tenía sobre sí, pudo tocar la implacable fuerza con la que aquellos caballos pasaban y lo arrastraban, sin siquiera advertirlo. En ese incesante trino, en lo que dura un instante o una eternidad, quién sabe, logró despertar, y se encontró repitiendo una frase en inglés: “No pueden arrastrarme, no van a arrastrarme”.

Al día siguiente, una mañana de diciembre de 1946, esas imágenes cobraron vida en sus palabras y el guitarrero con nombre de guerra me recitó a mí, su amigo, los versos que habían ensordecido sus pensamientos: “Tira el caballo para adelante, el alma tira para atrás”. Exiliado en la ciudad argentina de Córdoba, el guitarrero terminaría de darle forma a su composición. Tuve la suerte de participar de ese milagro.

Cuarenta años después, desde las ignoradas llanuras de la provincia de una ciudad argentina, el hombre fue condecorado por el gobierno francés, y yo estaba a su lado también. El guerrero quechua se convirtió en caballero, de las artes y de las letras precisamente, nunca mejor merecido. Y nunca más oportuno. Un amigo francés, poeta, mientras estuvimos en la ciudad de Nimes, me dijo que la palabra “llanura” en francés es muy similar a la palabra “pena”, y también me contó la historia de una mujer inglesa, que podría ser cualquier mujer, y que sucedió cerca de ese lugar.

Lo cierto es que el guerrero y esa cautiva vivieron realidades muy diferentes. La mujer, fiel a su estigma, bebió siempre del agua de la que no debía beber, como todos en algún momento, lo tuvo todo para luego perderlo, sin darse cuenta de que lo había perdido, y después cayó en un profundo letargo. De ese ensueño, surgieron las mismas imágenes que mi amigo creyó haber soñado él aquel día, pero el soñador se volvió soñado, que a su vez será el sueño de otro quizás, y tras despertar ella escupió las mimas palabras que mi amigo. Ambos, el guitarrero de las llanuras y la doncella maldita, se negaban a dejarse arrastrar por esos caballos. Ella volvió de un coma de varios días con esa misma sensación que mi amigo vivió durante unas horas, y que tal vez dure toda una vida para alguna otra persona, o lo que es la eternidad para todos.

En ese momento de intensa lucidez, su pareja, un reconocido músico, sostenía su cabeza y la acariciaba, mientras le escuchaba balbucear en español esas mismas palabras. Años más tarde, estas líneas le dieron forma a una ya muy famosa canción de la música popular, que supo cantar otro caballero, pero del Imperio. Un hombre y una mujer, lejanos en su propia tierra, acorralados por su propia existencia. Cada uno, en su propia lengua o en una lengua que ya conocían antes de haber nacido, despertaron el mismo sueño: los símbolos permanecen. Y los caballos siguen tirando, y nos siguen arrastrando.

 

 

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