Los actos inútiles

La aceptación de lo inevitable; la negación de lo evidente pero, sobre todo, la idea de que el tiempo es una consecución de actos que se consumen en sí mismos, hasta que no hay más actos, y no hay más tiempo. Ese tipo de cosas llevan a la locura, y a la negligencia también. La fe tiene algo que ver con eso. Schopenhauer lo supo. Y Joaquín Murat, conde, rey, hermano ante la ley y protegido de Napoleón, pudo intuirlo, aunque no comprenderlo. Se convertiría en un testimonio en carne y hueso de esto que determinó su existencia. Así fue como este virtuoso estratega militar se dedicó tanto a un fin tan mezquino que resultó, al final, tan ineficaz como insignificante.

Murat era un apasionado por la música, aunque carecía de talento o de constancia. También le gustaba la teología que, por algún tiempo, fue su objeto de estudio. Sin embargo, su falta de musicalidad marcó su carácter. Había nacido en un pueblo pequeño y de pocas ambiciones cerca de los pirineos franceses y pasado su infancia entre los muros de la posada de su padre. Pasaba sus días entre las tareas religiosas que su padre lo obligaba a cumplir y su trágica curiosidad por las misas y liturgias de la música sacra. En vano, intentaba sacar algún sonido de un viejo violín que alguien había olvidado, pero sus dedos no estaban hechos para empuñar un arco de cuero, sino fusiles y, además, parecía sordo. Su voz tampoco era buena, apenas podía comprender una partitura y lo que no sabía, no tenía la capacidad de inventarlo. Ansiaba más que nada convertirse en un reconocido artista, pero le preocupaba no tener tiempo suficiente para lograrlo. Había también objetivos más prácticos y urgentes, y más pueriles.

Los aires de la época estaban cambiando; podía sentirse la revolución golpeando las puertas del nuevo siglo, para derribar al antiguo régimen. Murat, como su padre, era tradicionalista, en sus aficiones y en su ideología. Detestaba a sus contemporáneos, músicos, filósofos y pensadores, todos profanadores de la belleza estética a la que aspiraba. Detestaba, por sobre todo, a Joseph Haydn. Detestaba su genio creativo, su desprecio por su propio talento, su humildad, su falta de solemnidad, su idea antagónica de que la vida se completa en sí misma, que la muerte la sensibiliza, no la define, que no hay nada fuera de la vida. Sin embargo, lo que más le molestaba era el amor y devoción que su esposa, María Anna Keller, le profesaba. Aquella mujer debía haber sido suya, y eso lo consumía por dentro. Ese hombre le había arrebatado su destino, el designio detrás de todos sus actos, la valía de su tiempo. Por lo contrario, Haydn nunca supo quién era Murat, ni siquiera el día en que este lo asesinó.

El reconocido artista sería el referente de todas las innovaciones musicales del siglo que estaba a punto de comenzar. Para Murat, representaba todo lo que quería ser —y no podía— y, al mismo tiempo, todo lo que no quería que el mundo fuera. A menudo, Murat se decía a sí mismo que había perdido a su dios hacía tiempo, y se preguntaba cuál sería la mayor desgracia. En algún lado, había escuchado que consistía en haber sido arrojado al mundo. Un siglo más tarde esta premisa tomaría mucha fuerza. No obstante, él creía que la mayor de las desgracias sin dudas sería nunca haber nacido o, mejor dicho, morir sin que nadie se enterara de que alguna vez había existido.

Tras estallar la revolución, Murat se concentró en sus objetivos más prácticos y se enlistó en el ejército. Allí, descubrió un inesperado y sorprendente talento para la planificación y la estrategia militar. En su tiempo libre, había empezado a escribirle bajo un seudónimo a María Anna, quien no se daba por enterada.

En cierto momento, sus servicios fueron solicitados por Napoleón, que lo ascendió a general. Descubrió, con gran satisfacción, que en aquella posición tenía medios para sus más siniestros deseos. Napoleón mantenía estrechas relaciones con la familia real húngara de los Estheràzy, los principales benefactores de Haydn.

El ahora general logró convencer a Anton Estheràzy de recluir al músico en el palacio que la familia real había comenzado a construir desde hacía treinta años, manteniéndolo como director de orquesta. La excentricidad de los encargos del príncipe y el aislamiento en el que se encontraba ubicada la finca, generaron el desgaste y deterioro tanto del músico como de su relación con su esposa quien, por capricho de Anton, aconsejado por Murat, podía visitarlo, pero no vivir allí. Siguió el general enviándole cartas a María Anna, ya no de manera anónima. Ella le correspondía con tibieza.

Lamentablemente, con el comienzo del nuevo siglo, le llegó a Murat la noticia de la muerte de María Anna. Esto le provocó una herida que nunca se cerraría. Se tornó descuidado, torpe; sus pensamientos eran desesperados. Su desprecio hacia Haydn se acrecentó. Su ambición, sin embargo, no lo había abandonado. Se enfocó en su carrera militar. Se casó con Carolina, la hermana de Napoleón. Los Estheràzy finalmente se desenamoraron de Haydn y este retornó a su antiguo hogar, solo, pobre y al borde de la locura. Instado por Murat, Anton hizo desaparecer todas las partituras que el compositor había firmado dentro y fuera del palacio Esztheráza.

La expansión del Imperio francés le daría a Murat la posibilidad, tras nueve años de espera, y gracias el recientemente nombrado Rey de Nápoles y cuñado, de ser encomendado a liderar uno de los batallones en la toma de Viena, donde se refugiaba un Haydn ya débil y enfermo. En esencia, Murat no pretendía simplemente asesinar a Haydn, quería eliminarlo de la memoria del mundo. No era suficiente destrozarlo, humillarlo; eso significaría reconocer su existencia. Él quería que el mundo entero olvidara que el compositor Franz Joseph Haydn había existido.

La invasión fue exitosa y el general no vaciló. Entró en la casa donde descansaba el músico y lo fulminó mientras dormía. Con su fusil de percusión, apuntó al rostro y disparó. Lo desfiguró por completo. Se encargó él mismo de esconder el cuerpo. Nadie se enteraría de que había muerto. La única persona que él conocía y que podía reclamarlo ya estaba muerta también: María Anna, lo que no había podido ser suya. Todo registro de su obra había desaparecido, así como su relación con Anton.

Desafortunadamente, Murat vivió lo suficiente como para enterarse de que, durante el tiempo en que él estuvo abocado a su plan, Haydn se había hecho famoso en Londres, en donde realizó algunas de sus más grandes obras. Después de su desaparición y una vez confirmada su muerte, este fue mejor conocido por el mundo entero como el padre de la sinfonía y de los cuartetos de cuerda. Murat no atendió a estos detalles, no tuvo la serenidad o la capacidad para recalcular sus pasos, o para sospechar que, un siglo más tarde, la medicina forense podría contarnos la historia de la gente que ya no puede hacerlo. Desolado ante su fracaso, traicionó a Napoleón y, desde su reino, negoció con los austríacos para declararle la guerra. Al ser vencido, volvió a suplicar el perdón del pequeño emperador. Más tarde, sería derrotado en la batalla de Tolentino y tomado como prisionero. Ante el pelotón de fusilamiento que él mismo alguna vez había llegado a comandar, Murat arengaría a los soldados a que abrieran fuego.

Murat no temía a la muerte, aunque lo perseguía. Temía el ser insignificante. Y no supo darse cuenta de que, habiendo dedicado tanto su vida a condenar al olvido a su antagonista, acabó siendo él intrascendente. Un soldado, un muñequito de plomo. Todos sus actos se consumieron en este último, para dejarlo como un personaje apenas secundario en la historia militar, y bajo la figura de un traidor, mientras que la de Franz Joseph Haydn se celebra cada día en la obra que fue su existencia.

 

* Si bien se tiene registro de los hechos aquí narrados de las vidas individuales de Joaquín Murat y de Franz Joseph Haydn, se debe a la imaginación del autor la coincidencia histórica de estos personajes, así como la enemistad entre ellos.

 

 

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