Una masacre silenciosa

o confinamiento, o qué si el horror nace dentro de uno mismo

 

Y así fuimos avanzando lentamente hacia nuestra depuración. Una catástrofe programada, publicitada, hasta el detalle controlada.

Los líderes del mundo tardaron décadas en perfeccionar la idea para encontrar una salida a la superpoblación, darle un giro a la trama casi asfixiante del capitalismo. Las guerras ya no tenían el impacto financiero suficiente y las religiones ya no asustaban a nadie. Pocas personas en el mundo seguían temiendo la ira de Dios o la ira de las naciones y sus ejércitos en nombre de algún otro Dios.

Con paciencia, fueron metiendo en nuestros hogares la tecnología para ver, monitorizar y vigilar el plan. Todos nuestros aparatos electrónicos fueron sincronizados. Nos aferramos como nunca a esa enorme red binaria. You shall not byte the hand that feeds. Tal vez se trate de una de esas casualidades del lenguaje, mientras nos chupamos nuestro pulgar digital. Los dispositivos y aplicaciones nos mantuvieron dóciles. La policía, los vigilantes fueron los buscadores y la nube.

La solución fue un virus, no uno letal, sino uno que asustara. Alguna filosofía bioética afirma que los seres humanos somos organismos parecidos a un virus, nos introducimos en la naturaleza como un parásito, nos reproducimos y nos expandimos independientemente de su voluntad y la desequilibramos, la aniquilamos. Y un virus solamente se erradica con otro. Fuego contra fuego.

La primera instancia era la más importante. Tenía que parecer que había tomado por sorpresa a todo el mundo, que los estados no tuvieran claro cómo reaccionar frente a esto que estaban provocando. Por supuesto, como uno de los principales problemas era la superpoblación, tenía que empezar en China y seguir en Europa, claro, donde el porcentaje de personas mayores, improductivas para el sistema, había llegado a cifras alarmantes. El tercer foco debía hacerse sobre Estados Unidos. No por nada en particular, sino por compromiso solidario con el resto de los países que formaron parte del acuerdo. La selección debía ser equilibrada en todo el mundo ya que, después de todo, se trataba de una matanza, un genocidio consensuado.

Los medios sabían algo de lo que pasaba, lo que dejaban filtrar. Todo era cierto, sin embargo. No se podía sostener un plan tan preciso y horroroso con mentiras. Internet ya no dejaba mentir. Las noticias falsas solían tergiversar cualquier situación, hacia el ridículo o la apatía. Por eso, al principio nadie pensaba que fuera tan grave. Se trataba de un virus que no mataba de manera directa, que podía curarse con pastillas para los dolores de cabeza, o que podía matar en horas, y que nadie estaba seguro de cómo se contagiaba. En todo caso, los medios estaban encantados de transmitir veinticuatro horas al día, de tener a todo el mundo pendiente de ellos, después de las redes sociales. En algún momento, tuvieron la idea desafortunada de llamar “arcas” a los centros sanitarios improvisados. Este descuido sucedió una sola vez.

Los gobernantes fueron instalando un miedo subliminal en las poblaciones a través de los medios: el estado de “alarma”, el “confinamiento”, palabras sutilmente violentas, cifras impresionantes, porcentajes escandalizadores. Es curioso cómo no resulta igual, por ejemplo, el setenta y cinco por ciento de algo que el ochenta; son dos cifras que tienen un efecto muy diferente. El setenta y cinco, incluso un setenta y ocho, nos sugiere una fracción de dos tercios, lo cual no es impresionante; sin embargo, el ochenta nos sugiere ocho de cada diez, que es mucho más impactante. Las cifras y porcentajes de personas en el mundo que morían en ese entonces por día a causa del hambre o la desnutrición eran mucho más alarmantes, y nadie se había preocupado demasiado. Un año antes de que comenzara todo esto, más de cuatrocientas millones de personas vivían en la pobreza extrema en África. Y, nada más que en España, más de dos millones de personas vivían en la indigencia, es decir que las expectativas de una vida digna para esos millones de personas eran nulas. Claro que el hambre no es contagioso aunque, si solamente pudiéramos racionalizar números y estadísticas, podríamos decir que sí lo es. Estos fueron los primeros en desaparecer, los desamparados, los que no tenían recursos. Les preocupaba mucho este virus, pero las tabacaleras seguían abiertas, como si fueran productos de primera necesidad. El alcoholismo también aumentó. El cáncer provocado por el tabaco mataba a mucha más gente alrededor del mundo, y las tabacaleras seguían fabricando muerte sin que nadie se inmutara por ello.

Pasado un tiempo, los medios se ocuparon de devolver la esperanza también. Las cosas mejoraban, pero podían empeorar, siempre. Cuando no eran las muertes, eran los nuevos contagios, o los que eran positivos, pero podían trasmitirlo. Ningún lugar afuera era seguro, todos éramos una posible amenaza para el otro. Necesitaban que nos mantuviéramos ordenados, predecibles, que caminemos en calma y en línea, con una pasividad constante y progresiva, hacia el matadero, porque el miedo sin esperanza solamente puede generar caos, y nada más que eso.

Mientras todos estábamos demasiado preocupados por si nuestros vecinos tenían o no el virus, las potencias se repartían el mundo como si fuera el tablero de un juego: Estados Unidos atacaron América Latina, los estados europeos arrasaron con África. Y el resto para China, excepto por Rusia, que mamaba su propia teta. Volvimos a las colonias. Tanto allí como en América Latina estaban las fichas que sobraban, que no tuvieron ni voz ni voto en esta masacre silenciosa. Eran parte del problema y no de la solución. A nadie le importaban ya los desastres humanitarios ni los derechos humanos; lo único que nos preocupaba era no quedarnos sin bebidas, sin nuestros pequeños vicios, sin pañales, que quien estuviera detrás nuestro en la fila no se nos acercara demasiado, cuando todos pensaban que el capitalismo ya no podía exacerbar más el yo.

Desde nuestros hogares, conciliándonos con un encierro que elegimos, no supimos ver que las ciudades se habían convertido en enormes laboratorios, todos en sus propias jaulas prefabricadas, en una espera tibia e indolora. No nos dimos cuenta de que nos estaban haciendo todo tipo de experimentos, para evaluar nuestra capacidad de adaptación a las nuevas sociedades dependientes de la tecnología, con más tiempo libre, costumbres vacías de contenido, automatización emocional. Pruebas de resistencia, de fuerza física, de ímpetu psíquico. Si a los elementos sociales más débiles no los eliminaba el virus, lo haría la depresión, la inestabilidad, la hipocondría, la genética defectuosa. El cuarto Reich comenzaba, y esta vez los líderes del mundo estaban todos de acuerdo en que era lo mejor para nuestra humanidad.

Y así, pasaron meses y meses, y cuando las poblaciones se empezaron a cansar del encierro y a rebelarse, sacaron al ejército a las calles, y empezó otra fase de pruebas, y después otra de la depuración. Empezamos, entonces, a elaborar artimañas para restablecer una suerte de vida social, entre las personas de un mismo edificio, a través de diferentes formas de comunicación, tratando de volver a un contacto más analógico. Y pusieron a la policía dentro de los edificios, a francotiradores en las azoteas, hasta que se acabaron los experimentos, y llegamos a la fase final.

Las nuevas sociedades eran remotas, y debíamos adaptarnos. La socialización estaba en nuestro “instinto de supervivencia”, por llamarlo de alguna forma, y había que erradicarlo; de lo contrario, íbamos camino a extinguirnos.

Enormes cementerios afuera de las ciudades. Los muertos eran depositados en fosas comunes. Sin velorio ni entierro, como si no hubiera pasado nada. Colaron el virus hasta en el agua en ocasiones, según quién debía caer: algún médico que se había dado cuenta de algo de lo que no debía, algún periodista demasiado incisivo, algún estudioso que se negaba a dejar de pensar en esas pequeñas cosas que no cerraban de esa pandemia provocada, algún gobernante que tuviera un ataque de honestidad, alguna de esas personas molestas que se preguntan demasiadas cosas. Y así, sí, así, fuimos avanzando lentamente hacia nuestra depuración, nuestro instinto de supervivencia digitado y selectivo, una masacre silenciosa, pacífica, ordenada, impoluta, y voluntaria.

 

 

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